sábado, 29 de noviembre de 2014

Literatura asexual

Decir que se sale a la escena de las letras con escasas ambiciones es en sí misma una pretensión. Tal vez, sin alardear tampoco de concienzudos realistas, ya no se apele a la eternidad impresa (el mundo es otro desde que se ha puesto en circulación), pero aún no rebasan la cuenta de las manos los que se aferran a la dignidad del anonimato; de la privacidad sin glorias o con demasía de percances que pudiesen (una vez a la venta) opacarla.
El cruento nudo con que la industria editorial nos premia o nos fustiga, me recuerda el juego de opciones reproductivas de la sabia naturaleza. Como balotas (¿o bolas?) los aguerridos y contrariados machos, vuelan o nadan, corren o se arrastran, tras la huella instigadora de sus más bajos sueños. Si tu karma solo dio para mantis, en serio, disfruta el momento. Si el crédito se excedió hasta traerte hombre…bueno, los cuarenta son una época óptima para iniciarse en la jardinería.
Para quienes hayan olvidado las lecciones de Ciencias de la escuela (algunos de los cuales ya serán expertos en abonos y cubiertas para invernadero), la segunda vía de encauzar la simiente puede resultar algo más sosa. En mi opinión, también mucho más excelsa.
La reproducción asexual tiene una riqueza subliminal incomparable. La dirección del viento, la cantidad de luz, la temperatura y acidez del medio, son un espectro de imprecisiones con más propiedades beatíficas que un molotov de afrodisiacos.
Con los libros ocurre algo muy similar. Lo que doy en llamar “literatura sexual”, deviene de una relación eminentemente mercantil, que cuenta además con un descarado voyerista, que de cuando en cuando, le viene bien meter la mano: el editor. Experto en aconsejar (cuenta con más credenciales que un psicólogo), cada cierto tiempo renueva la carta astral de nuestro placer privado, y deviene, calentito, de la cúspide de la creatividad de un consagrado (¿?) escritor, un best-seller. Lo compras y accedes a la violación, o te haces el hara kiry y mandas por un tiempo al diablo a tus conocidos de las fiestas.
La literatura asexual, por tanto, sería una especie de regresión. No hablo de un misticismo literario o un refinamiento misantrópico que nos deje con una biblioteca de rarezas y sin un interlocutor: hablo de la capacidad de bastarnos, de tomarnos el tiempo de probar, gustar y decidir. La regeneración, palabra clave entre los bendecidos asexuados, equivaldría a una amplitud de lecturas no regulada por los precios, los catálogos o los libreros insinceros (dime qué libro recomiendas…), y sí por nuestras apetencias, obsesiones o curiosidades. Autosatisfacción garantizada.
La literatura asexual es la vuelta a la intimidad con el libro. Con opción de desliz.


Encuadres de Bergman

Inicia en un asalto perdido. Cada rincón familiar, cada abalorio personal, son traídos en cirros de un pasado concluyente.
El silencio de otros sentidos es la recuperación de los ojos. Van, vienen, se fijan; intrépidos e insistentes a la manera de las moscas. Ojos venidos de los fosos humanos, bajos fondos de nuestro requerimiento.
La luz es una secuencia de parpadeos. Puede decir “Tristeza” y aquejarte. Puede decir “Memoria” y arder de nuevo en la mejilla. Puede decir “Amor” y mantenerte en la expresión incorruptible.
La monocromía es la versión de gala de los sentimientos. Sicológicamente retratado, el reparto es investido según las porciones sumergidas en negro o resaltadas en blanco. La belleza, más que de las facciones, proviene de gestos contraídos, de pliegues o palabras a destiempo.
Novias perfectas, vampiresas diurnas, doncellas retenidas en la desgracia de pasiones socialmente indigeribles. Pasean por largas galerías de ídolos impávidos; trastornan playas y jardines con la hiriente posesión de su cuerpo; vuelan bajo: aves tajantes ceñidas al vapor de sus vestidos.
El lado masculino es una sorpresa. La arrogancia venida a menos; la simpleza del ejecutante con diez trajes idénticos en el mismo armario. Hay un notorio agrado por la consideración de lo sublime.

Bergman es recurso, recado, regalo de todas las navidades juntas.
La llamada del sábado

Como es sordo el sonido de las revelaciones, la aguja del fonógrafo se ha engreído conciencia. Volverse, es volverse, encontrar el maridaje entre las líneas más claras de la mano y el océano físico de las ondas que se cortan. La punta de acantilado de la lengua sin ganas de lanzarse, sin motivos de peso para volver del fondo con peces aún tibios; voluntarios para reproducir el milagro. tu…tu…tu
La carita hecha en blanco, las mejillas rasposas. Una colección no sugerida de cajas de fósforos y almanaques para contar el recorrido de la luna. Las puntas tensas de una cometa mal ensayada, el diente de león de flores disipatorias; el mismo viento.
Las propiedades genealógicas de nuestros perros, y los gatos que fueron creciendo como hojas no caducas. Muertos que no conocimos y nos deslumbran; nos dan otros quince minutos para imaginar vidas, viudas, huérfanos con mirada obstinada de cirios ante la caja o las vicisitudes, o las diferencias, o los besos entre primos que se marchan con el viajante, en el bolsillo con la esquina despegada bajo la solapa.
Hilando, deshilando, una granja de ovejeros a distancia; plantando estacas, silabeando sonidos, tallando en un cayado el hijo inalcanzable a la heredad del cielo. Los pares de ojos abiertos van estrellados en la mesa, en el cielo raso, en el reposo de los muebles como esqueletos expuestos o cuerpos inconscientes en etapas anteriores.
Y la presencia, que es una simulación en hielo; que se va desprendiendo en el avance del ruido que nos lanza al principio, a la inseguridad del juicio al otro lado de la línea, del satélite, del precipicio que hace las delicias de las niñas del call center a la hora del almuerzo, o después, cuando tampoco resuelven las quejas.
Llega la hora y volvemos a llamarnos por nuestros nombres. Veo desmontar la hoja de la máquina, su cara afilada llena de cañones de pájaro de la prehistoria, todo a la jabonera del abuelo. El cepillo de dientes como un gusanillo en el cañón doble de mi boca.

Volverá a ser sábado. 
La herida

Toda curva, empieza en una esquina. Ondea a sal, a lubricante, a liebre perseguida por lebreles. En la última cueva disponible, no cabe más que una cuerda.
Cada mujer es un sacrificio de lava. Cada mujer emergió de las entrañas sangrantes con vestidura y rostro de despeñada. El tráfico del pecho, el racimo sediento, es una alegoría de animal desangrado.
Calendario de ferias o la maduración a la fuerza. El sueño órfico, piedrecitas de oro acurrucadas en muslos de línea recta. El oficio nocturno de la minería, de la relojería del adelanto. La puerta que no escucha, el llanto que no escucha, la muerte que no escucha. La historia reducida a un orificio.
Espía y aduana en el baño diario. Recorrido de forma correcta, sin un lapso de espejos,  evitar el atascamiento de los ángeles.
El día en que la savia sube, pensamiento e instinto son cercenados. Hay que pulir las uñas, colorear las mejillas, fruncir fuerte los labios y esperar sentadas. La corrección es el éxito de las generaciones posteriores.
Una entrada sonriente lleva al baile opresivo. Instalada en el centro, la bailarina gira y gira con gracia de engranaje, hasta que su cabeza toca el suelo. Es la hora triunfante de la sustituta.
Ebrios de belleza, la estelar es lanzada desde el balcón; convertida en cristales fácilmente portables. Hay tanta razón en el largo recorrido hacia el suicidio.
En cuanto llega la sequía, el jarrón es volcado. Las flores adosadas en el álbum de  bonitas familias, ruegan porque la primavera sea, por fin, infructuosa. No hay que darle más ruedo a los quebrantos.
La herida es una larga curva, infinita, acusatoria.




Al estar demasiado atento lo pierdes de vista

La salamandra con mínimos recursos da cuenta de su pira. La piedra descartada se entrega en sacrificio al agua. La flor eclosionada a medianoche da paso a la mañana. La sorpresa del hombre detenido deja impotente al tiempo.
Si cortas el aire en tiras, si lo das a morder irresuelto, será más digerible. Junto extraños diálogos de insomnes, escarabajos blandos, para ascender a ese segundo piso. Estamos impregnados de posibilidades; humo denso de formas boreales para cada época del año.
Dos centímetros más y darle alcance. Dos centímetros, y saber que estrechez y estrechar son sinónimos que juegan al Samsara o al Tao según conviene. Su parte del árbol que crece a la izquierda, traza una sombra fiera y asequible; un laberinto que espera ser tragado. “Ábrete”, sería demasiado. Los vocablos precisos requieren largos silencios.
“¡Cuando tiemblas estás hecha de llama! ¡Cuando tiemblas estás hecha de llama!”. Verdades apiladas se escapan de las manos. Tal vez, si tropezara con el descubrimiento. Tal vez, si fuera capitán de corto alcance y no hablará de séptimos, de décimos, de Virgilio y los doce trabajos que aguardan por su verbo realizarse.
Si se sienta y espera, le enseñaré a cargar un cuerpo doce millas marítimas, sin que nadie le vea. Es relativamente simple. Espalda con espalda, empezará a escurrirse, a entrar en sus costillas subsumido en la composición primaria. No intente comprenderlo, ni controlarlo. Es ese tipo de escarceos que llevan a embarcarse en la colonización de otros planetas.
Buscar un justo, olvidar el epigrama bajo sus uñas. Si se imagina con suficiente fuerza, la selva lloverá fuera, será dentro, entrará en el compromiso de anunciarle el giro de los pájaros muertos que llegan a aliviarle. Desista. Hasta los ruidos se despojan de sus vidrios a un bocado de piel en su departamento.
La historia es la reiteración de los creyentes. Reanudar las filas, las cuartillas, alimentar el frágil fuego, nuestro pedazo de carretera. En otra época, remover a alguien ya situado daría para sumarse al ADN del patíbulo; hoy se permite el mercado del oxígeno y el tratamiento de señorita a una dulzura de setenta y cinco, antigua oficinista.

¿Será este el Crac de nuestras emociones? yo espero al menos algo de decencia; una implosión al estilo sonoro de la democracia, o un escándalo promocionado como el del Big Bang. Hay que correr la voz y ver el hundimiento de ambos lados.
La casa: escena calcada del fondo en una refractaria

Con los pies perdidos en algún lado de su purgatorio. Eso pondría en lugar del acostumbrado e hipócrita tapete verde, que en mayúscula dice “Bienvenido” o “Home Sweet Home” o alguna otra de tan terribles barbaridades.
Calada, indecorosamente calada. Fuera es siempre invierno y los paraguas están rotos a propósito. Elegí paredes menudas, del grosor de una fotografía o una película; escuché decir que los chinos o los japoneses (ya no recuerdo bien) tienen más privacidad para “sus cosas” en los parques. Desdoro de tanta ritualidad al corriente de que el resultado será el mismo.
En pleno celo ha venido a visitarme. Pasa, como es costumbre, por el refrigerador vacío, por el relieve irregular de las cortinas y el grabado artesanal de la puerta.
Del otro lado de mil biombos, siento la agitación de su cuerpo. Me he dejado puesta solo una cinta blanca alrededor del cabello recogido. Adivino que tendrá tiempo de desatarla.
Se deja hacer. Con devoción, la camisa se sostiene de los hombros, pero termino por convencerla. Los zapatos (de niño, así lo he pensado), ceden lugar a la desnudez beatífica y blanda de los pies. Las prendas inferiores (pura apariencia) descienden con la rigidez de quien se entrega.
Señala. Me señala.
Hay que tallar aquí, aquí, aquí. Tantas cuerdas en su caja torácica, me hacen pulsar un instrumento inabarcable. Puedo decirlo: “Ahora soy artista”.
Mis labios caen en usted en desbandada. Las desinencias aprendidas a media tarde, durante lúdicas clases secretas, ahora son examinadas. Sus uñas, como espadas recientes del fuego, me ordenan el ascenso.
Si alguno ha recibido lecciones de reanimación, pasa de largo. El ritmo es una elevación de vapores, de sentidos, de sonidos. Sus palabras meteóricas, como islas misteriosas, me colisionan. Cada cosa en su sitio Cada cosa que parte Cada sol feo Cuando ya es imposible la retirada.
Es esta la casa que llevo guardada en la perilla. Una mordaza que combina con los principios honoríficos y los vecinos que llegan cada vez a preguntar.
Toda vez que se jacta de su locura, pongo un mueble más en la casa. La cuestión es, si pierdo la llave, ¿me ayudaría a encontrarla?



Post Mórtem

Podría funcionar como literatura. Subirme a la cama, doblar las piernas, envolver las rodillas hasta que pase la noche. Y no, no pensar. Le.
Antes de la víspera fueron los sueños, y entonces las culpas no se contaban; no se traían puestas como pedrería negra para el rosario sociopático de las tardes compartidas. Ah, vanidad de mujeres.
La ternura disfraza el horror de hacerse madre. Madre de veras, afirmo; de las que van con hijos por la vida regalados, llevándoles de la mano, sin que ellos sepan muy bien a dónde, pero van. Ese brazo es el destino que les salva.
Y decir, de qué. Antes que amé, las regalías se fueron devastando entre ellas; eran animales irreconocibles, afianzaban la única naturaleza que perduraría: la saciedad del otro.
No alcanzo a ser tan pequeña para hacerme a la manera precisa de sus ejecuciones. Sigo y subo, sin decírmelo dos veces, porque las nubes se dispersan y en la mañana, ya no habrá escalera.

No se que tanto tiempo tome el juego, el puente, el obelisco, la rueda predicante de la amnesia que sigue. Si la resaca persiste aún a punto de la alegría corriente, hagámonos un favor, y en la mesa de enfrente, arruguemos la espalda. Temblémonos.