La
llamada del sábado
Como es sordo el sonido
de las revelaciones, la aguja del fonógrafo se ha engreído conciencia.
Volverse, es volverse, encontrar el maridaje entre las líneas más claras de la
mano y el océano físico de las ondas que se cortan. La punta de acantilado de
la lengua sin ganas de lanzarse, sin motivos de peso para volver del fondo con
peces aún tibios; voluntarios para reproducir el milagro. tu…tu…tu
La carita hecha en
blanco, las mejillas rasposas. Una colección no sugerida de cajas de fósforos y
almanaques para contar el recorrido de la luna. Las puntas tensas de una cometa
mal ensayada, el diente de león de flores disipatorias; el mismo viento.
Las propiedades
genealógicas de nuestros perros, y los gatos que fueron creciendo como hojas no
caducas. Muertos que no conocimos y nos deslumbran; nos dan otros quince
minutos para imaginar vidas, viudas, huérfanos con mirada obstinada de cirios
ante la caja o las vicisitudes, o las diferencias, o los besos entre primos que
se marchan con el viajante, en el bolsillo con la esquina despegada bajo la
solapa.
Hilando, deshilando,
una granja de ovejeros a distancia; plantando estacas, silabeando sonidos,
tallando en un cayado el hijo inalcanzable a la heredad del cielo. Los pares de
ojos abiertos van estrellados en la mesa, en el cielo raso, en el reposo de los
muebles como esqueletos expuestos o cuerpos inconscientes en etapas anteriores.
Y la presencia, que es
una simulación en hielo; que se va desprendiendo en el avance del ruido que nos
lanza al principio, a la inseguridad del juicio al otro lado de la línea, del
satélite, del precipicio que hace las delicias de las niñas del call center a
la hora del almuerzo, o después, cuando tampoco resuelven las quejas.
Llega la hora y
volvemos a llamarnos por nuestros nombres. Veo desmontar la hoja de la máquina,
su cara afilada llena de cañones de pájaro de la prehistoria, todo a la
jabonera del abuelo. El cepillo de dientes como un gusanillo en el cañón doble
de mi boca.
Volverá a ser sábado.
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