Post Mórtem
Podría funcionar como
literatura. Subirme a la cama, doblar las piernas, envolver las rodillas hasta
que pase la noche. Y no, no pensar. Le.
Antes de la víspera
fueron los sueños, y entonces las culpas no se contaban; no se traían puestas
como pedrería negra para el rosario sociopático de las tardes compartidas. Ah,
vanidad de mujeres.
La ternura disfraza el
horror de hacerse madre. Madre de veras, afirmo; de las que van con hijos por
la vida regalados, llevándoles de la mano, sin que ellos sepan muy bien a dónde,
pero van. Ese brazo es el destino que les salva.
Y decir, de qué. Antes
que amé, las regalías se fueron devastando entre ellas; eran animales
irreconocibles, afianzaban la única naturaleza que perduraría: la saciedad del
otro.
No alcanzo a ser tan
pequeña para hacerme a la manera precisa de sus ejecuciones. Sigo y subo, sin
decírmelo dos veces, porque las nubes se dispersan y en la mañana, ya no habrá
escalera.
No se que tanto tiempo
tome el juego, el puente, el obelisco, la rueda predicante de la amnesia que
sigue. Si la resaca persiste aún a punto de la alegría corriente, hagámonos un favor,
y en la mesa de enfrente, arruguemos la espalda. Temblémonos.
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